viernes, 9 de julio de 2010

PALABRAS LIBERTARIAS.


EMANCIPACIÓN


Por Eliú Epilaf

Ya decía Martí, en sus inspirados llamados a la emancipación de América, que no se trataba sólo de liberarse del yugo militar y administrativo de los invasores, ilegítimamente soberanos del territorio del “nuevo mundo”; la emancipación implicaba encontrar nuevas formas de gobierno, formas que nacieran de la misma América, y no meros mecanismos adoptados, copiados, repetidos de modelos extranjeros, promovidos por los mismos colonos expulsados a través de las armas por el pueblo sublevado. Se trataba pues de emancipar no sólo la tierra, sino también la mente.
Para Martí, no bastaba sólo con la victoria militar, la emancipación debía ocurrir en el corazón de cada hombre. Cada americano debía darse cuenta de su propia naturaleza, ser consciente de sí, de su independencia personal. Debía reconocer además su conexión insoslayable con un medio específico (atmosférico, geográfico, cultural, simbólico, histórico) imposible de desconocer si se quería encontrar la verdadera liberación.
Promover ideologías, dispositivos y sistemas que incorporaran al invasor simbólicamente en la estructura social de los nuevos estados, en reemplazo de cualquier manifestación autóctona de pensamiento capaz de configurar modos de gobierno distintos, fue la manera como los colonizadores escamotearon la independencia. Se esfumaron del territorio pero dejaron el montaje marchando a toda máquina. No hay que olvidar que justo por aquel entonces la revolución industrial tiraba sus primeras bocanadas de humo a la atmósfera.
Así, las ideas de república, de democracia, de derecho, de progreso, entre muchas otras, latentes ya en el fondo mismo del renacimiento europeo contemporáneo del holocausto americano, y concretadas en la ilustración, fueron las mismas ideas que, impuestas como modelos ejemplares, se hicieron hegemónicas en el nuevo mundo. Para ser reconocidas por el enemigo, las antiguas colonias americanas debieron convertirse en réplicas de aquel. Sólo así podrían participar del concierto de las naciones.
El modelo administrativo, económico, cultural, social, educativo, político… que adoptaron los emancipados, privó a toda una legión de pueblos de autodefinir cuál sería la manera como se gobernarían, cuales sus formas de producción, qué lo que necesitaban aprender para gozar verdaderamente de autonomía, independencia y libertad.

Identidad.
Siglos de feroz matanza casi desaparecieron la identidad del continente. Vaciada de identidad, América fue cera blanda en las manos de los colonos. Las mitologías de pueblos enteros dejaron de estar vivas para convertirse en apenas fábulas, cuentos inverosímiles relatados por antepasados remotos confundidos en la manigua de los tiempos.
Nueva fe, nuevo gobierno, nuevos vicios, nuevas pestes, fue lo que consiguió en prenda el “nuevo mundo” al ser invadido. La antigua civilización europea, con sus clásicos de cabecera tutelando las aventuras de los reinos de ultramar, aplastó, quemó, cercenó, descuartizó, ahorcó… toda manifestación de pensamiento americano que encontró a su paso.
Tribus como los Uitoto, perdidas en la amazonía profunda, lograron evitar por mucho tiempo el contacto con los colonos, por lo que mantuvieron intactos sus modos de vida hasta nuestros días. Sin embargo, el encuentro fue inevitable y ya todos sabemos las consecuencias.
Los conocimientos ancestrales de naciones enteras fueron desaparecidos del mapa. Quien no se declaraba converso a la nueva fe, era torturado. Quien no acataba las leyes del rey, era tirado a las mazmorras y dejado allí para que se pudriera en vida. La traición y la codicia, las enfermedades virulentas y la crueldad sin medida fueron el factor común que diezmó comunidades que si en algo se hermanaban era en la diferencia, en la diversidad. En las costas y en los andes, en los llanos y en las selvas, la esclavitud tuvo su reinado y la América toda cayó en la noche oscura de la patria.
A América le fue grabada con fierros al rojo la identidad del siervo. Y la cicatriz no ha sido borrada aún de su frente. Para curarse necesita desarrollar sus propios remedios y no seguir comprando cremas embellecedoras a las farmacéuticas canallas.

Independencia y Educación.
Resulta sintomático que nuestra “libertad” esté en deuda con intereses de imperios que, contemporáneos de los movimientos libertarios de América latina y propietarios de colonias en otras regiones del planeta, apoyaban al mismo tiempo las causas independentistas en contra de sus enemigos comerciales.
Se entiende pues que tengamos una independencia hipotecada, de la cual sacan muy buen provecho nuestros “aliados”. Las alcabalas, los impuestos, los tributos en contra de los cuales se levantaron los primeros brotes insurrectos, no han dejado de pagarse. Esta es apenas una de las razones por las cuales la de nosotros es una independencia dependiente, rara mezcla de nociones contradictorias.
Por otra parte, para nadie es un secreto la dependencia en términos de producción de conocimiento y tecnología. En Bolívar es claro que la idea de educación para los pueblos americanos es la misma que él había recibido en los claustros europeos. El hombre ilustrado debía nacer en América. Todo indígena, todo negro, todo criollo debía, no importaba sus necesidades específicas, transformarse en humanista. Debía enseñarse lógica e historia, de la misma manera como se enseñaba en las escuelas europeas, a los niños de las recientes repúblicas de los Andes.
Como sabemos, tal proyecto educativo, después de doscientos años, dizque apenas empieza a tener cobertura total, lo cual sigue siendo un sofisma estadístico. Y sin embargo, la aspiración de un hombre culto y consciente, y de una sociedad libre y en paz, se ha ido al traste. Nos han dado una educación de siervos. No hay nada en ella que sintamos propio. No hay nada en ella que nos identifique. Los símbolos, las cosmogonías, los relatos del mundo siguen siendo otros y no los nuestros. No sabemos quiénes somos. De dónde venimos. Para dónde vamos. Somos extranjeros para nosotros mismos. Fuimos lobotomizados de Colón hacia atrás y desde entonces el olvido se volvió consuetudinario a nuestros pueblos. Aprendimos a repetir todo cuanto había que repetir. Pero aún no decimos nuestras propias palabras.
Hace apenas un par de semanas una psicóloga de la secretaría de educación exponía desconsolada la grave descomposición social evidenciada en los alumnos de los colegios públicos en Girardota. Ahí está nuestro modelo educativo en todo su opaco esplendor.


UNA PÁGINA SOBRE EL PENSAMIENTO Y EL SUEÑO


Por Lián-ju


Hölderlin expresó hace ya más de doscientos años que: “El hombre es un mendigo cuando reflexiona y un gran dios cuando sueña”. Lo que acaso él entendiera allí, en Hiperión, su obra luminosa, por pensamiento fue lo que también Nietzsche halló “responsable” del nihilismo, o sea, de la instauración y decadencia de “valores supremos” conforme a los cuales el hombre ha moralizado la naturaleza y a sí mismo, pretendiendo presidir todo, como si fuera el presidente mismo de la galaxia. Aún un poco más, aquel pensamiento que Heidegger consideró como el olvido del ser, ese pensamiento hecho a base de representaciones funcionales con que se mide, calcula y cuantifica al mundo. Abstracciones superficiales -pero eficaces- concretizadas en esta época de la técnica, o la “media técnica”. Abstracciones que huellan con el fango de sus pasos dominios científicos que amenazan la vida, instituciones que la aniquilan, o el ámbito nunca colmado de un tal mercado que, ni más ni menos, la prostituye. Se entiende, entonces, que ese pensamiento que haga mendigo al hombre no sea otro que aquel que se rige, meramente, pobremente, por los parámetros de la utilidad y la productividad. Un pensamiento que, lo único mágico que tiene, es el hacernos indigentes. Todo un harapo frente a un follaje de alas, o una constelación de árboles, qué se yo. Ante cosas, cuya naturaleza es la belleza o la libertad, contribuyentes, desde la inutilidad de lo invisible, a que la vida no se agote sólo en lo útil de lo visible. Pensamiento industrial que reduce el despliegue vital de todo ser a un círculo vicioso de producción y consumo, característico de casi todo lo que, instituyéndose como con carácter político y religioso, es susceptible de entenderse como empresa; piezas de un engranaje, de uno de esos sistemas totalitarios que, al parecer tan habitualmente, ha levantado el espíritu del hombre que no conoce límites para precipitarse a la muerte, sin haber despertado o descubierto siquiera la vida. En esta época crepuscular, sin embargo, eso parece no importar puesto que la voz cantante en las multitudes la lleva la propaganda y la televisión, encausándolas, en el fondo, a las ciegas guerras que sólo deja réditos a quienes la ejecutan. Y que se justifican por los intereses económicos del poder nacional o trasnacional cuyas ambiciosas demandas tienen el poder, incluso, de poner la educación a su servicio, instándola a suplir sus necesidades a como dé lugar, mediante “competencias” si quiere, puesto que ésta es la dinámica que caracteriza la supervivencia de las empresas en la salvaje civilización actual. La escuela deviene, en consecuencia, empresa afiliada a una gran cooperativa que reduce al individuo a ser, en vez de materia hermana, materia prima, recurso o capital humano, como se dice. El hombre de la escuela y el producto de la empresa se nivelan así en la categoría de la mercancía y se miden, para efectos humanos obviamente, según criterios como el tener, el deber o el hacer, en virtud de los cuales también el hombre se alejó de sí mismo y regresó, quién lo creyera, al terreno de las bestias más bestiales. Y el modo de enseñarle a conducirse y asumirse, por tanto, se convirtió en una especie de “educastración” que no reconoce que, lo más sublime e irreductible de sí mismo que a todos nos asiste, no consiste en ser un útil, sino tal vez, un sueño. Respecto a lo propiamente humano del hombre bien se expresó el poeta antioqueño José Manuel Arango al considerarlo, con objetiva observación, como aquel que “trae la calavera llena de sueños”. Más acá de la gran máquina en la que todo se concibe, más acá del pensamiento homogenizante que hace de las multitudes un peligro, verdadero terrorismo con que nos usan y consumen, yace la posibilidad de ser un dios que el poeta al principio nombrado situó en el sueño. Y éste como el escenario de una palabra que cante la gratuidad del hilo de luz que une el hombre a la tierra. Ser un dios no como un señor que dispone de todo como si la naturaleza fuera una vil esclava, sino como un ser puramente terrestre, un hombre formado como tal. Realización ética y estética que, desde la perspectiva de la libertad y la belleza, reintegre al hombre a las esferas de la armonía de las que lo excluyó un pensamiento que lo único que se le ocurre y se le ha ocurrido respecto al universo es una transacción comercial. Ser un hombre, pues, en el sentido de un sueño. De una palabra que exprese el grito, el silencio, la herida, otra vez el sueño. Un pensamiento que gestione la creación, el libre comercio de palabras que incendie la noche que ruge adentro.
En Alas del libro. Una aventura literaria, proyecto para la promoción de la lecto-escritura mediante talleres literarios desde el que hablo, ha querido propiciar en las jaulas de clase la recuperación de la palabra que nos dice. Con la que leemos y nos leemos los abismos. Con la que escribimos nuestro destino en la vieja página del mundo. Ha sido la ocasión para el sueño, para soñar despiertos un vuelo como el de Ícaro, bello no por sus alas de cera o de lenguaje, sino por la osadía de aproximarse a la experiencia de un instante con el sol. Se trata de un proyecto que convoca la apropiación de una palabra que atraviese la íntima espesura como un relámpago, o como un escarabajo en busca de savia. Una palabra de resistencia que horade en lo oscuro como dice el INFORME del poeta girardotano Pedro Arturo Estrada que aquí, finalmente, presento:
“No saben cantar, no entienden ,
la música, no leen. Pero se ríen con sorna
de nuestros cantos, de la música, de nuestros libros.

Nos traen la guerra, clausuran la fiesta,
Cierran todas las ventanas.
Por la calle zapatean con fuerza mientras amenazan
con la sombra de sus armas
el brillo mismo del sol en las paredes.

Barbotan sus enormes insultos, sus órdenes,
enseñando los puños.
Toman lo que quieren de nuestras mesas y abrazan
cuando les viene en gana a nuestras mujeres.
Saben a qué hora soñamos
para controlar posible fugas al paraíso.
Han echado abajo los templos, los jardines, el silencio.
Están por todos lados.

Pero alguien a punta de palabras
sigue horadando
en lo oscuro"

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